jueves, 28 de enero de 2021

No tuve ocasión de decirle adiós.

Aún ahora me pillo pensando “¿qué le parecería esto a Guillermo Blanco?”. ¿No sería fantástico contar con su opinión y sus correcciones a lápiz? Su delicadeza para corregir nuestros textos de redacción en la universidad era única. 


Tenía más de 60 años cuando le conocí. No sabía que había empezado a estudiar arquitectura en la Universidad Católica y lo había dejado. Tampoco sabía que había estado en Vietnam en 1969. Su testimonio fue publicado por la revista “Ercilla” donde tenía la columna “La vida simplemente”; y dejó constancia de parte de su experiencia en su libro “Recuerdos no siempre cuerdos”.


Cuando se estrenó “Mientras dure la guerra”, la película de Amenábar sobre Unamuno y la Salamanca de 1936, me acordé inmediatamente de Blanco porque era un apasionado de Miguel de Unamuno. Pensé si acaso le gustaría una película como esa y, por asociación, recordé cuando hablamos sobre la adaptación al cine de su novela Gracia y el forastero. Le pregunté que le había parecido la película sobre su obra y me dijo “demasiado literal”. Me explicó que el lenguaje del cine era muy distinto al de la literatura y no se debía pretender una fidelidad equivocada al libro.


Creo que a él le hubiese gustado contagiarme su fascinación por Unamuno; pero, yo andaba en mi mundo, seducida por modas literarias y después, sumergida en una etapa de leer mujeres, en la que vino a bien recomendarme "Nada" de Carmen Laforet, lectura que sí compartimos. 


Si no recuerdo mal, cuando fue mi profesor de redacción, él ya estudiaba la obra del escritor bilbaíno. De hecho, en 1992, fue becado por el Ministerio de Asuntos Exteriores de España para investigar, en Salamanca, los últimos años de Miguel de Unamuno. Resultado de ese trabajo fue la publicación, el año 2003, de El león sin sus gafas. Le entregaron la Encomienda de la Orden de Isabel La Católica, por su vasta trayectoria literaria y periodística muy vinculada con las letras españolas y, por lo mismo, se le otorgó la ciudadanía española.


Una vez le dije “Don Guille”, cuando siempre le hablaba de usted y le decía don Guillermo, no eran exigencias suyas, es que para mí era una de esas personas, como mis abuelos, a las que yo nunca pude hablarles de tú. Se rió y me dijo que Guille le encantaba porque era el nombre del hermano pequeño de Mafalda del cual era un gran fan. 


Guillermo Blanco nació en Talca y siempre me ha llamado la atención los talentos que brotan en ciudades pequeñas. Es la soberbia de los capitalinos. Los santiaguinos, pese a que la historia nos demuestre lo contrario, creemos que somos el centro del universo. No es suficiente que los dos premios Nobel de Chile, Gabriela Mistral y Pablo Neruda, hayan nacido bastante lejos de la capital. Guillermo Blanco se mataría de la risa con este párrafo. Primero, su carcajada sería interna, por fuera sólo esbozaría una leve sonrisa. Quizá movería la cabeza y a lo más me diría: “¿no conoces el dicho de Talca, Paris y Londres?…”  Porque la gente de Talca (y él fue nombrado Hijo Ilustre), se siente muy orgullosa de sus orígenes. Es una zona de viñas y con muchos descendientes de europeos. En su caso, de españoles. Que era otra cosa que teníamos en común. Y yo tozuda como él, le diría, pero al final todos venís a vivir a Santiago. Que era su caso, Blanco emigró con su padres a Santiago en su niñez y estudió en el Instituto de Humanidades Luis Campino, un conservador colegio católico en el que se educaron presidentes, destacados políticos, escritores y artistas. 


Publicó en muchas revistas, fundó algunas, dirigió otras y ganó muchos concursos. 


Era exigente también. Por él, o para ser precisos (a Blanco le gustaba la exactitud), por la tesis en la que él era profesor guía, fui incontables veces a la Biblioteca Nacional a buscar y leer las crónicas satíricas de un escritor chileno, Jenaro Prieto (1889-1946), que él consideraba que había retratado a la sociedad y los políticos de su tiempo con mordacidad y acierto. En verdad, pese a lo amarillento y gastado de esos periódicos que parecían deshacerse entre los dedos, sus textos se sentían frescos.


Si no fuera por Blanco apenas sabría nada de Prieto, ni de esa historia de Chile que retrata en sus crónicas. Casi todo el colegio lo hice fuera y la literatura que aprendí era de autores españoles.


Le estoy agradecida a Guillermo Blanco como agradeces a los buenos profesores que has tenido. Estuve en su casa sentada con él en su biblioteca espectacular en su casa de Ñuñoa, si no me equivoco haciendo frontera con Providencia. Un barrio de clase media, de artistas, de librepensadores. Casas con jardín, con muchos libros, como la suya. Su mujer, Lucía Cristi, que se veía una señora muy dulce, nos trajo algo de beber. 


No le gustaba exponerse ni exponer. Pero si lo hacía era cuando algo le gustaba, se le abrían los ojos (que ya los tenía bastante grandes), se le iluminaban y lo compartía en clase. Luis Alberto Ganderats, que también fue alumno suyo, lo entrevistó en 1986 y me sentí muy identificada con Blanco cuando respondió que la timidez era el rasgo de carácter que le había hecho más daño.


Por ser considerado, por muchas generaciones, como “un maestro de periodistas”, por sus escritos periodísticos y por sus aportes a la cultura, en 1999, fue galardonado con el Premio Nacional de Periodismo. Si en 2006, fue condecorado con la Orden al Mérito Docente y Cultural Gabriela Mistral, por el Ministerio de Educación es que no soy la única que lo encuentra el mejor maestro.


¿Y de este texto qué diría Guillermo Blanco? Creo que le daría vergüenza. Nada más lejos de su extremada timidez y humildad que esta suerte de panegírico. Pero, ya no está entre nosotros, no tuve ocasión de despedirme y no está aquí para subrayar en lápiz los lugares comunes.

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