domingo, 27 de agosto de 2017

EL JARDIN DE ROSA

Esa mañana fui a comprar un diario al kiosco de siempre. De vez en cuando no cedo a internet y le dejo un espacio al papel. La dueña tiene libros, periódicos, souvenirs y una pizca de mala leche. Con ella, me pasa como con los gatos ariscos, nunca pierdo la esperanza de conquistarlos. Muy pronto, Isabel cuenta con información de prensa y la debate con sus compradores. De vez en cuando, disfruto el resumen que me brinda de las noticias. La escucho hablar con los turistas en diferentes idiomas y al final, la experiencia de comprar se me hace placentera. De vez en cuando, me gusta sentarme en el balcón o en el sofá y pasar las hojas de un diario o de un libro. De vez en cuando, recuerdo a mi abuela haciendo lo mismo desde su ventana con sus lecturas. 

Esa mañana la conversación no fue sobre la corrupción de la clase política, ni de qué nacionalidad eran la mayoría de los turistas de ese verano. Esa mañana, a Isabel le habían robado un ficus con maceta y todo. Yo no recordaba ese ficus, no distingo entre una planta y otra, pero si tenía la viva imagen de su escaparate rodeado de plantas cuidadas. Isabel estaba furiosa, más que nunca. Lamenté la desaparición de su ficus; y sin que se me notara, disfruté imaginándome a un ladrón exótico corriendo ligero con su pesado botín. 

***

Hace tiempo que uno de los bajos de mi edificio se ha convertido en restaurante. Suele pasar en los lugares de playa. Los que tenemos el privilegio de vivir en lo que se llama primera linea de mar, lo compartimos con la maldición del ruido y el olor a chipirones fritos que permanece más allá de lo deseable. Los dueños del restaurante viven en la parte de atrás. El abuelo es el clásico manitas dedicado a sus plantas y a arreglar los estropicios. Gracias a su trabajo, a nuestro edificio lo rodea el verde. Entiendo poco lo que habla, no sé si es porque el señor es gallego, vocaliza poco o las dos cosas. Suele quejarse de la falta de lluvia. Esa tarde, cuando me lo encontré al volver del trabajo, le habían robado un hibisco. Su señora apareció para ampliarme el hecho con detalles de cómo evitarían nuevos agravios. Habían planeado poner cristales rotos en la tierra para que, en caso de una próxima vez, el ladrón se llevara un disgusto.

Antes de subir la escalera hacia mi piso, apareció la señora que vivía abajo. Creo que al escucharme salió a mi encuentro. Me preguntó si acaso era yo la que lavaba la ropa tan tarde. Le confesé que sí, me disculpé, le expliqué que intentaba evitar que mi ropa quedara con olor a fritura cuando la colgaba en la terraza de atrás que daba a la cocina del restaurante. Llegamos a un acuerdo. Aunque el temperamento de la señora, como la mayoría de la gente del barrio de mar, hacía honor a la fama de lunáticos que los caracterizaba, incluidos mis abuelos, me mostraba cierta simpatía que no me había ganado. De mis abuelos había heredado el piso y una imagen de honorabilidad. Nada sabía ella de mis días menos respetables que habían pasado y habían sido en la capital, donde todo se nota menos.

Al día siguiente, volvía más tarde que de costumbre y un poco agobiada por el calor. Pensé en premiarme. En vez de ir directa a casa desde la estación, me senté en una heladería del paseo a beberme una horchata. Mis pensamientos se debatían entre la queja y el agradecimiento. Una mano me mostraba lo práctico que sería vivir en Barcelona; la otra, el aire, la calma y las estupendas vistas que tenía en Vilanova. Una, el tiempo de viaje en tren y, y la otra, disfrutar de un buen rato de lectura… La conversación de unas abuelitas en una mesa cercana interrumpió esa batalla que no ganaba nadie. Trataba del precioso parterre que había puesto recién el municipio y del cual había desaparecido una porción importante la noche anterior. Lamentaban que, justo cuando empezaban a preocuparse de embellecer el barrio, unos gamberros se robaran las flores.

¿Correría peligro mi bonsai? Estaba en el alféizar de una ventana. Ese arbolito me lo regaló una de mis mejores amigas cuando me fui a vivir sola lejos de la gran ciudad. Quizá no era la mejor opción para alguien como yo. Sin embargo, el mini arbolito iba con instrucciones y yo las seguía disciplinadamente. El olmito se había convertido en una de mis posesiones más preciadas. Después de Miguelito, mi gato siamés. Y los dos parecían incompatibles. Cuando vi que Miguelito le echaba el ojo al bonsai, mi huerto creció con hierbas gateras, perejil y albahaca. 

Ese viernes, me levante más temprano de lo habitual. Decidí desayunar fuera, antes de coger el tren. Me quedé en una cafetería que había de camino. Les salía bien el cortado y tenían varios periódicos. Le pedí el semanario local a la dueña. Me dijo que se lo habían robado. Solía pasar. Lo raro era que esta vez se hubiesen llevado un cactus. 


Al volver del trabajo, Miguelito no aparecía. Se escapaba a menudo. Por la terraza de atrás, escuché su maullido. Los arboles me impedían ver los bajos y fui a rescatarlo. No estaba en el restaurante. Toqué el timbre a la vecina. Entramos juntas hasta un jardín espectacular rodeado de los árboles que sí veía desde mi casa. Ahí estaba el ficus de Isabel, el hibisco, el cactus de la cafetería, muchas más flores, plantas y el pedazo de parterre que cerraba el puzzle. Parecía trabajo de paisajista. Entre medio de toda esa belleza robada estaba Miguelito acercándose. Imaginaba que debajo de esa apariencia frágil y de su vestido floreado había fuerza, músculos y una inteligencia singular capaz de no dejar rastro. Rosa, mi vecina, era la señora que robaba plantas.

domingo, 2 de julio de 2017

Los bonobos y los silencios de Sofía

Por la mañana estuvo en el hospital. La noche anterior, a Rafa le habían dado una paliza cuando volvía a su casa. Sofía estuvo un rato con él. Nunca había visto alguien tan magullado. Ella y sus amigos trataron de convencerlo que avisara a su familia; pero, Rafa no quería preocuparlos.

A Sofía no le gustaban las comidas familiares. Sin embargo, por un breve momento, le hizo ilusión. Había ocurrido algo distinto esa semana. Otra invitación, una que había desviado su mirada y la había sacado de su acotado mundo. En una cena con amigos había conocido un grupo de profesionales que dedicaban tiempo ad honorem a una pequeña fundación. En pocos días, había visto realidades diversas. Había conocido niños con sida, los había visto jugar y reírse, aparentemente, ajenos a su condición. Las pequeñas miserias de Sofía se habían desvanecido. Le dieron ganas de contar su mañana en el hospital y su experiencia en la Fundación.

O quizá no. Con su familia, Sofía era más de escuchar.

Estaba el factor supervivencia. Las invitaciones de la semana la habían salvado de las pocas opciones que le dejaba su bancarrota. Su rutina alimenticia de los últimos días se reducía a aceite de oliva, atún, pan, leche y café, y así sería hasta que le pagaran en unos días más. Rasguñón y ella compartirían amistosa y abnegadamente leche y atún, hasta que llegaran refuerzos. Pobre gato. No había aterrizado en el mejor hogar y aún teniendo la ventana abierta, cada vez que salía, volvía.  Y encima, le regalaba ronroneos a su quebrada dueña. 

Cuando su madrastra la llamó, Sofía aceptó. 

Ya conocía el menú: chismes, prejuicios, ensalada, carne y patatas. 

Esa tarde en la fundación sus pecas y su pelo rojizo habían atraído a Valentina, que la había convertido en su público cautivo. La niña era divertida, cariñosa y le mostraba todas sus peripecias. Nunca había sido voluntaria y le parecía que ese fútil acto de generosidad se le devolvía como un boomerang. Regalar una tarde le había henchido los pulmones de aire nuevo y la llenaba de orgullo. 

Esa mañana en el hospital, el mundo le había mostrado su lado más cruel en el adolorido rostro de su amigo. Trataba de animarlo. Le decía que el hecho de que estuviera bebido y volviera a su casa de noche, solo, por un mal barrio, no le daba derecho a nadie a pegarle. Rafa no era responsable de lo que le había ocurrido. Los delincuentes eran otros. Sofía había acompañado a Rafa por sus confusos estados de ánimo, de culpa, euforia, profunda tristeza, hasta llegar a su fina ironía, algo que ya le era más propio.

Durante la comida, el padre de Sofía habló primero de tenis, como era habitual, de la mansión que había comprado su amigo Hugo, eso era nuevo, y después de la actualidad. Eran muy de comentar las noticias. Habló sobre el hijo de un banquero que salió del armario a lo grande y en portadas de revistas. No sólo admitió su homosexualidad sino que dijo que tenía sida hacía años y se había tratado en Estados Unidos. Para Sofía no era novedad, era un secreto a voces. Su padre dijo que él no se sentaría nunca al lado de alguien que tuviera sida. En ese instante, ella dejó los cubiertos en el plato. Una audiencia receptiva hubiese notado ese leve gesto de contrariedad. Su padre continuó con el discurso de que ser gay era antinatura. 

Qué podía decir Sofía. Que venía del hospital porque a un amigo que salía de una discoteca gay le habían zurrado tan fuerte que había quedado tirado en el suelo inconsciente y se había despertado en una habitación blanca, aséptica, completamente desorientado. Que la llamaron a ella porque fue al primero de sus contactos que encontraron. O que el editor de su primer trabajo, con quién compartió manzanas, bebidas, chocolates, textos y madrugones, había muerto de sida, años atrás, cuando se hablaba del tema como algo ajeno a Uruguay. Pocos podían darse el lujo de pagarse un buen tratamiento y menos aún recibirlo en Estados Unidos.

Qué le iba a decir. 

Había conocido a sus abuelos, sabía de dónde venía. Es cierto que, a veces, sentía vergüenza por ese hombre que era su padre, pero también aprecio y gratitud. En ocasiones, incluso, admiración. Empezando por lo básico, debía agradecer la comida de hoy. Si no estaría compartiendo leche y atún con Rasguñón. Sofía reconocía que sus estudios, sus viajes, su amor a la literatura y al cine, se lo había brindado su familia. Todo lo cual había contribuido a que ella tuviese una mente abierta. Sabía que sus padres le habían dado lo que consideraban mejor. Su padre era de una generación y un entorno que se iniciaba en el sexo con putas y para los que tener amantes era símbolo de estatus. Debía entender, por ejemplo, que su madre se enamorara de un sueco y los dejara solos en Montevideo. Su limitado mundo uruguayo le quedaba pequeño y provinciano. Las opciones que vio su madre si se quedaba significaban aceptar la doble vida que su ambiente le ofrecía o separarse y descender de su categoría social.

Pensaba que debía renunciar a ciertas expectativas respecto a sus padres y apreciar lo recibido. Esa sociedad que detestaba era la que la había moldeado. 

Después de comer volvería al hospital. El fuerte golpe en la cabeza le había provocado a Rafa un traumatismo craneal. Ella y un ex novio de él, abogado, tenían los papeles con ordenes de no resucitar. Rafa había dejado todo por escrito.

Después de un largo silencio, Sofía dijo: “los bonobos, papá. Son un tipo de chimpancé que se relaciona sexualmente tanto con machos como con hembras. Así que tan antinatura no es”. Sacó unas risas a su padre, el tema quedó zanjado y se despidió.

domingo, 18 de junio de 2017

LA NUEVA

LA NUEVA

Se sentó al medio. Iba vestida como cualquiera de nosotros. Llevaba lo que en un instituto sería ropa de camuflaje: tejanos, bambas, mochila. Era alta, de pelo castaño. No quería llamar la atención. Se notaba que sabía ser nueva. 

La profesora pasó lista y ella respondió lo mismo que el alumno anterior, un “si” audible, pero no muy alto.

A la salida, mientras esperaba que mis padres me pasaran a buscar, la vi agachada al lado de un coche. Estaba cogiendo un gato pequeño que maullaba.

Sacó un pañuelo de papel, lo mojó con un poco de agua de su botella y le limpió las legañas que le molestaban. 

_Hola, estás en mi clase. ¿Te quedarás con el gato?
_No sé, no veo a su madre, ni a otros gatitos. Quizá. 
_No me dejan tener mascotas. Ya me gustaría…
_No lo hemos hablado, acabamos de llegar, no creo que lo noten.
_¿De dónde has llegado?– Y antes de terminar la frase vi a mis padres haciéndome señas desde el coche.
_Me voy_, le dije _,vivo en Calafell.

De la manera que me sonrió al despedirse creo que fue un alivio para ella no responder.

No era catalana. Su acento era distinto, no como el argentino que trabajaba en la cocina con mi padre, ni como clientes del restaurante que se notaba que eran extranjeros aun hablando castellano. En casa hablábamos catalán y teníamos acento; pero, a los demás les respondíamos en el idioma en el que nos hablaban. Mi padre decía que eso era lo que hacía alguien amable. Quizá porque nuestro restaurante estaba en la playa y venía mucho turista.

Me costó dormir pensando de dónde vendría, dónde viviría y si se habría quedado con el gato.

Al día siguiente la trajo una señora rubia en un coche como el nuestro. 

_Hola_, me dijo sonriendo y hablando bajito, continuó_Me he quedado con el gato, no lo sabe nadie. Está en mi habitación.

_Soy Montserrat, ¿eres Adriana?

_Sí. Tenemos que ponerle nombre y comprarle comida. Le he dado leche, agua y yogur; pero, necesito cosas de gato._ 

Me encantaba ser parte de su secreto. Estaba feliz y tenía una misión.

_Después de clase no puedo.

_Tampoco, me vienen a buscar. ¿Alguna clase de la que se pueda escapar?

_Religión_ le respondí emocionada. Nunca había faltado a clase.

Salimos. Recordaba un veterinario cerca. El corazón me palpitaba rapidísimo. Adriana preguntó por comida para cachorros de gato. 

_¿Cuántos meses?
_No sabemos. Estaba abandonado.
_¿Lo habéis vacunado?
_No.
_¿Desparasitado?
_Tampoco.
_Tenéis que hacerlo.

No sabía mucho de Adriana, pero lo que ocurría era mejor de lo que hubiese podido imaginar.

A la mañana siguiente nos sentamos juntas y me invitó a su casa en Sitges. Tenia un cuaderno bonito, ordenado y letra clara.

_Soy empollona_ me dijo y se rió.

Estaba muy contenta, les conté a mis padres y les hizo ilusión. No tanta que no supiera nada de su familia. Estaban acostumbrados a conocer varias generaciones de cualquiera. La gente de Vilanova se conocía y nosotros lo éramos, aunque viviéramos en Calafell. Yo no conocía a nadie que viviera en Sitges. 

En el recreo me dijo que había vivido en Bilbao, sus abuelos paternos eran vascos y también en Madrid y que ella nació en Santiago. 

Mis padres quisieron presentarse. Saludamos a su madre, Gloria y su hermano Borja. Era el hombre más guapo que había visto en mi vida. Mis padres se tranquilizaron. Luego resultó que sus abuelos maternos eran de Vilanova. Los rumores decían que su madre se había casado con un viejo millonario sudamericano y había regresado divorciada.

Adriana ya sabía donde había veterinario en Sitges. Salimos con el gato escondido en la mochila.

_Es gata_ me dijo entusiasmada_. Hemos de pensar en nombres de mujer. 

_¿Echas de menos donde vivías?

_¿Santiago? Claro. Mis amigos, las montañas, cosas.

_Pero te gusta aquí, ¿no?, ¿la playa?

_En Santiago no hay mar, pero cerca sí, íbamos a Viña, Algarrobo y Zapallar. Es muy bonito. 

_¿Porqué vinisteis?

_Vinimos por “El Golpe”_. Sentí que lo de “El Golpe” era algo que debía saber y no pregunté. _Después regresamos a Chile.

Me daba vueltas en la cabeza eso de Chile. Había pensado que se refería a Santiago de Compostela.

Mis padres aceptaron que la invitara el fin de semana al restaurante.

Adriana no quiso dejar mucho tiempo la gata sola y llegó a la una. Nos sirvieron un picoteo para que no tuviéramos hambre. Comeríamos después de cerrar. Le enseñé a hacer cafés. Le encantó. Ya no me sentía ignorante, mi padre me había explicado que “El Golpe” era una cosa política de Chile, que había hecho que mucha gente se fuera del país, algunos antes y otros después. Un lío. Habían vuelto porque su madre se había divorciado. Nunca había conocido alguien con padres separados. 

Mi madre nos dejó elegir a la carta. Ella dijo que le gustaba el arroz y mi padre sugirió paella para todos. Le gustó porque repitió. 

Me dijo que echaba de menos las mermeladas de Chile, la chirimoya, la sandia, el pastel de choclo… Supuse que si lograba que le gustaran más cosas, mi amiga se quedaría.

_De aquí, me gusta la lluvia, el aire y el viento. En Santiago, sólo llueve en invierno y aquí puede ser de repente. En Santiago, la lluvia es ordenada, de arriba para abajo y aquí viene de cualquier lado. 

_A veces el paraguas no te sirve de nada_ continuó. _Y en Santiago no hay viento.
_Cómo no va haber viento, ¿no hay en todas partes?
_En Santiago, no. Al menos yo no lo he visto_ dijo y se rió. A mi también me pareció gracioso.
_¿Y eso?
_Debe ser por la Cordillera. Santiago está en un valle rodeado de montañas altas que no dejan pasar el viento. 

Me tranquilizó que le gustara hacer cafés en nuestra máquina, la paella de mi padre, el viento, la lluvia. Quería convencerla de que la mermelada era buena también. Teníamos de frutos rojos y le di. La probó y puso cara de desaprobación.

_ No hay como la mermelada de mora chilena.
 _No le hemos puesto nombre a la gata_ le dije. 
 _¿Y si la llamamos Mora?

lunes, 24 de abril de 2017

El lector obstinado y la historia que no leíste

Leías Una Habitación propia cuando se te acercó. Te pareció una buena opción: Era un libro liviano, ideal para un viaje corto. Ibas a ver a tu hermano a Londres, no habría escalas, ni largas esperas. 

Lo habías visto en la cafetería, él leía a Charles Bukowski. Ahora que estabas más cerca, veías el título: Música de cañerías. Te habló atropelladamente, nervioso. Poco a poco, al ver que había captado tu atención, se relajó. Te dijo que viajaba a Los Ángeles, que había vivido allí de pequeño y se tomaba unas vacaciones. Quería ponerse “en onda”, con “lecturas californianas”.  

 -¿Qué lees? Ah, literatura femenina, qué bien. Virginia Woolf, feminista, ¿eso es lo que te gusta?. Eres feminista – decía convencido.

Cuando, finalmente, te dejó espacio para responder, le explicaste que pasabas por fases en tus lecturas, y que era verdad, que sí tenías una fuerte influencia feminista. Habías crecido rodeada de libros escritos por mujeres, como Doris Lessing, habías heredado los diarios de Anaïs Nin; y, sin embargo, considerabas que habías seguido tus impulsos. 

Le contaste que tuviste un período francés, quisiste leer la versión original de El Principito, y te lanzaste a leer Le Petit Prince, como no fue tan difícil, quisiste más de Antoine de Saint-Exupéry. Conseguiste Terre des Hommes, Vol de nuit y, aunque no entendiste mucho, y te pasaste horas buscando en el diccionario, volaste con el autor e iniciaste tu etapa de escritores viajeros. Estuviste en el Everest con Jon Krakauer y en África con Karen Blixen. 

Era hora de embarcar para ti y te despediste. Quedasteis de veros al regreso. Y en el vuelo pensabas que, muchas veces, en tu vida, te habían guiado obsesiones. Recordaste que después de ver la película El Cielo protector de Bertolucci, con una amiga, os fascinasteis con Riuychi Sakamoto que había hecho la banda sonora, y con Paul Bowles, el autor de la historia. Conseguisteis toda la música que pudisteis del compositor japonés y buscasteis todos los libros de Bowles.

A Memorias de un Nómada, le siguió leer a Jane, su mujer. Posteriormente, le tocó el turno a Djuna Barnes y a Truman Capote que aparecían nombrados en la autobiografía de Bowles. A Sangre fría, te dejó fatal. Breakfast at Tiffany's te pareció triste, pero fresca. Viste la película y diste con más de 50 versiones de la melodía de Mancini, Moon River. 

Anaïs Nin también surgió entre las páginas del libro de Bowles y fue entonces que quisiste leerla, no años antes cuando te la había recomendado tu madre. 

Os volvisteis a ver. A él le parecía que eras muy europea para leer; tú no estabas de acuerdo. Bowles era nacido en Nueva York. Habías leído a Ernest Hemingway y a Scott Fitzgerald. Gracias a Fitzgerald habías conseguido tu primer contrato. Hacías la práctica en una revista y en el comedor, mientras comentabais la última versión cinematográfica de El Gran Gatsby, el editor y tú coincidisteis en recordar la misma frase como la que más os había impactado del libro. 

Disfrutabais vuestras mutuas confesiones. Le gustó saber que te dormiste en Cats, cuando, como gran cosa, te llevaron a un espectáculo en Broadway. O que le dijeras que a los 17 tuviste sobredosis de realismo mágico, y que después de leer varios libros largos de García Márquez te quedaste a medias en el más corto de todos: El Coronel no tiene quien le escriba. El prefería a Vargas Llosa. 

Y os seguisteis viendo. Y la distancia entre Madrid y Barcelona nunca te pareció tan breve.

Te había definido como lectora feminista, de izquierdas, europea… ¿Era necesario ponerte etiquetas?. Tú también leías yanquis, que más estadounidense que Hemingway. Es cierto que te aburriste como una ostra leyendo El viejo y el mar (y no te atreviste a decirlo hasta muchos años después). En Fiesta, no obstante, te habías sentido protagonista. Puestos a catalogar, sí te gustaba lo gringo, al menos algunos, mucho. Pero, no, para él, lo verdaderamente americano era Jack Kerouac, William S. Burroughs y Allen Ginsberg. O J.D. Salinger. Te prestó The Catcher in the Rye, y ése lo sentiste como su primer acto de amor. Era una lujosa edición, la suya, tú te compraste El guardián entre el centeno y de bolsillo, para alternar los idiomas. Te parecía que sobrestimaba tu nivel de inglés y eso te hacía ilusión. Cuando os volvisteis a ver, que cada vez era más seguido, le dijiste que te había encantado. 

Le dejaste Orgullo y Prejuicio de Jean Austen, y le pareció un tostón. Tú querías que entendiera que a veces compartías la misma sensación claustrofóbica de la autora. No apreció las descripciones de la inglesa como tú. Te dijo que era literatura femenina y su costumbre de encasillarte, empezó a agobiarte. 

Es verdad que te había mostrado una faceta tuya que no habías visto antes. Observabas ahora todos esos pequeños rituales de lectura que rozaban, quizá, ligeramente, con algo parecido a un comportamiento obsesivo compulsivo.

Pero, que te dijera que eras literariamente autista por ser ajena a los rankings y a los best sellers, no ayudó. Le explicaste que no estabas desinteresada del mundo literario exterior, que seguías tus propias pulsiones. 

De pronto, te veías como pidiéndole disculpas por leer a los clásicos y dándole explicaciones de que no conocer a nadie de la nueva generación de escritores argentinos, por ejemplo, no te convertía en ignorante.

Y las horas que separaban a Madrid de Barcelona se volvían más largas.

Y a ti, cada vez te gustaba menos él y menos tú. Y se hacía más evidente que erais literariamente irreconciliables. Y si cedías en esa batalla de letras (que era mucho más que eso), dejarías de quererte y perderías tu esencia. 

Lourdes Andrés

domingo, 12 de marzo de 2017

LA MUDANZA


Dos joyas de la literatura de viajes, para mí. Uno, Noticias de Tartaria de Peter Fleming; y, el otro, Oasis Prohibidos de Ella Maillart. El mismo recorrido, dos miradas. Igual osadía.

Viajar desde Pekín hasta Srinagar en la década de los 30 era un acto de valor.

Que hayan aparecido después de tantas mudanzas es un pequeño milagro.

Cuesta encontrar información de Peter Fleming. El famoso fue su hermano Ian, el creador de la saga de James Bond. Pero, se pueden deducir ciertos aspectos de la vida de Peter, gracias a lo que sabemos de Ian. El padre fue un parlamentario inglés que murió en acto de servicio durante la Primera Guerra Mundial. Lo que no impidió que sus hijos se educaran en Eton College, una de las escuelas más elitistas de Inglaterra.

Ella Maillart también pertenecía a una familia acomodada. Era hija de un peletero suizo y una danesa. Dicen que él era un hombre de mente abierta y ella una apasionada deportista, y Ella Maillart fue las dos cosas. Como velerista participó en las Olimpiadas y perteneció al equipo suizo de esquí. Fue modelo, viajó y decidió que la mejor forma de ganarse la vida, sin dejar de vivir a su manera, era escribiendo.

Peter empezó sus andanzas literarias en el colegio, fue el editor del Eton College Chronicle. Estudió en Oxford y fue corresponsal de The Times. En su categoría de periodista del diario británico viajó por Asia y entrevistó a importantes figuras políticas de la región.

Ella Maillart convenció al editor de Le Petit Parisien para que la enviase a cubrir lo que pasaba en Manchuria, el estado fundado por los japoneses en China. Fue en esas circunstancias que Peter Fleming y Ella Maillart se conocieron y se embarcaron en la misma aventura en febrero de 1935. Mi perspectiva occidental geográficamente ignorante necesitaba de mapas cuando leía esos libros. Se me desdibujaban las fronteras y las nacionalidades. China, Rusia, India. Siberia, Turquestán, Mongolia, Manchuria, Cachemira. Supongo que por eso, Peter Fleming, para aglutinar todo ese viaje, optó por un nombre más antiguo y más genérico como Tartaria. Y Maillart por uno evocativo.

Que el prestigio de The Times no lleve a engaño: Le Petit Parisien no era poco relevante entonces. La circulación del periódico francés había llegado a un millón de ejemplares vendidos en 1900, más de dos millones a finales de la Primera Guerra Mundial. Dicen que el día después de la victoria (12 noviembre 1918), superó los 3 millones. Se podría decir que Ella Maillart colaboró con Le Petit Parisien en sus últimos años de gloria, años previos a la Segunda Guerra Mundial.

Posiblemente serían corresponsales igualmente importantes para sus lectores.

Tiendo a pensar que ella era una mujer excepcional, que, en su tiempo, era más de esperar que un hombre fuese aventurero. Y que, aún así, el coraje es una condición interna que no se mide por las expectativas que tengan los demás.

Serían igual de valientes, de cultos, de viajados. Bienvenida igualdad.

No recuerdo cual leí primero, si Noticias de Tartaria o el relato de Ella Maillart. De las sensaciones sí tengo memoria. Al principio la narrativa despiadada de Fleming me molestaba. A poco andar, empezó a cautivarme su humor, su falta de diplomacia y cero preámbulos. Oasis Prohibidos de Maillart, en cambio, me atrapó enseguida. Su ternura, su curiosidad, su tolerancia.

Y aquí estoy, desempacando, sacando el polvo a libros y recuerdos,  encontrándome con cajas olvidadas en bodegas de amigos. Retrasando lo inexorable. Imagino a Ella a mi lado, acariciando mi gata y a Peter fumando y mirando por la ventana, con un chaleco de esos de los fotógrafos con muchos bolsillos, como uno que tenía Ignacio que me encantaba.

Preparo café. Mi último capricho (o el primero): Una cafetera que sí da olor a café.

No sé cuántas veces me he mudado. Tendría que ver las casas primero, en mi cabeza, después tratar de ponerles años y así me acercaría a la cifra.

Imagino que Ella tendría los ojos grandes y azules como mi gata; y Peter a medio camino del verde al marrón, como los míos.

No sé cuántas maletas he hecho. Las de ellos serían pesadas, antiguas, bonitas.

Ella era unos años mayor que él. Peter tendría un aire un poco arrogante, al menos, en una primera impresión, Ella sería amable.

Pongo fin a mi vida con Ignacio y pienso en ellos. Los releo, en medio del polvo y los objetos rescatados de mi naufragio.

Siete meses duró su viaje por esos parajes que me resultaron tan ajenos, tan complejos y sus sentimientos tan próximos.

Sospecho que Peter sería un hombre distante, quizá difícil como compañero de viaje. A veces, me parecía que Ella Maillart mantuvo intacta su capacidad de asombro y me identificaba con ella. Con los años, creo que soy más parecida a él.

Ahora, le pediría un cigarro a Peter y le explicaría que estar con alguien que no cree en ti es contagioso. Que dejas de creer en ti, que no crees en el otro y que, sin darte cuenta, estás metido en una espiral de desesperanza. Y empezaría a toser porque no fumo y sus cigarros son fuertes y él se reiría. Ella me traería un vaso de agua.

Me he ido yo. Nuestra casa no era mi casa. Su mirada estaba en otra parte. Ya no viajábamos juntos. Ni literal, ni metafóricamente. Mi abuela dice que los jóvenes no aguantamos nada, que no luchamos. No estoy de acuerdo. Ya no somos jóvenes y sí aguantamos, demasiado.

El nuestro podría haber sido un hermoso viaje de exploración mutua, de haber seguido interesados el uno en el otro. Podríamos haber sido como dos viajeros extranjeros en territorio desconocido, viviendo la aventura de nuestras vidas. Pudimos correr riesgos.

El nuestro pudo ser un viaje épico y la nuestra pudo ser una historia fascinante.

Lourdes Andrés

martes, 17 de enero de 2017

Iniciativas solidarias: Pequeñas grandes acciones por un mundo mejor.

“Para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada”.

 

Edmund Burke, filósoso irlandés.

 

Acabo de leer que “en un mundo ideal no deberían existir ONG’s” y es cierto; pero, este no es, ni de cerca, un mundo ideal. Las ONG’s, las fundaciones, las acciones solidarias, las personas ayudando a personas, son resultado de tomar las palabras de Edmund Burke muy en serio.

 

En lo personal, hace años que opté por apoyar iniciativas solidarias pequeñas, manejables, que conociera. 

 

En el último tiempo me he involucrado en pequeñas recaudaciones para propósitos específicos. La proyección de un documental para Proactiva Open Arms. Vender calendarios para una protectora de animales o ayudar a gente que cuida gatos y perros de forma anónima y altruista. 

 

De las que he visto, la acción solidaria que más me ha enternecido es la historia de cómo tres niñas han logrado recaudar un millón de euros haciendo pulseras a favor de la investigación del cáncer infantil. Daniela y Mariona, amigas de Candela -la niña enferma de leucemia-, decidieron vender pulseras en Benicarló para solidarizarse con su amiga. El gesto solidario de las niñas, así como las pulseras, gustaron. Y se vendieron, de tal manera, que lo recaudado asciende a la mitad del total del presupuesto de investigación en oncología del Hospital Sant Joan de Déu.

 

Mi primera experiencia en voluntariado fue la Fundación Santa Clara en Santiago de Chile. Era una pequeña congregación, con muy pocos recursos, dependiente de los Franciscanos. En un recinto tan reducido como digno, las monjas daban alojamiento y cuidaban a niños con sida, también apoyaban a sus familias. Cuando empezaron a hacerlo, los pobres que tenían sida en Chile se morían. Al cabo de un tiempo, cuando los medicamentos estaban relativamente al alcance de los afectados, gracias a las políticas de salud públicas, los enfermos de sida, malvivían y eran discriminados. La situación ha mejorado relativamente. 

 

Me cautivó esa pequeña fundación a la que ayudaban, con muchas ideas y poco dinero, diversas mentes creativas de manera pro bono con su tiempo, experiencia y formaciónabogados, periodistas, economistas. Sé que hoy siguen haciéndolo, cada vez mejor, aunque sé también, que la discriminación permanece. 

 

Me llegó mucho el trabajo que se hacía ahí ese entusiasmo de los voluntarios me contagió y me atrajo mucho más que otras grandes ONG’s cuyas tiendas, por ejemplo, estaban ubicadas en las zonas más caras de Santiago y que pagaban sueldazos a sus ejecutivos, muchos de los cuales, tomaban aquellos trabajos como simples trampolines en sus carreras para saltar después a cargos directivos en multinacionales. 

 

A mi me han aburrido esas tremendas ONG’s, por lo anterior y porque funcionan exactamente como multinacionalesEs usual ser víctima de unas acciones demarketing que, a mi juicio, las desgasta. Tienen atrabajadores que te abordan a pie de calle o te llaman por teléfono casi tan insistentemente como los que te ofrecen tarifas de móvil. Quieren conseguir socios, insistecon promociones y, probablemente, les pagan a comisión. Las remuneraciones de esos trabajadores no se parecen nada a los sueldos que ofrecen a los ejecutivos en linkedin. Usan las mismas vías de difusión o rostros famosos que las grandes compañías. Apoyándolos no quiero fomentar ese tipo de políticas laborales que ahondan en la desigualdadsocial. Me parece absurdoNo diré cuáles son. Las conocemos todos. Tampoco digo que esté mal. Cualquier camino que conduzca a ayudar a otros, a mostrar compasión, a ser solidario, me merece respeto. Pero veo mejores alternativas al alcance de todos, más coherentes y hay opciones que prefiero.

 

Quiero rescatar algunas que he visto nacer y algunas crecer en el último tiempo. Han surgido iniciativas, individuales, pequeñas, grupales que han ido creciendo y que me han llamado la atención. Una, ya podría decirse que es una “ex pequeña” porque ha crecido vertiginosamente, es Proactiva. Nació en medio del caos que generó la guerra civil siria, cuando miles de personas perdían la vida intentando llegar a Europa por mar. OscarCamps, socorrista radicado en Badalona, invirtió sus ahorros y se desplazó con un grupo de compañeros de trabajo a Lesbos, una isla griega situada cerca de Turquía, y empezaron a rescatar refugiados que naufragaban, desde el primer día en que pisaron la playa. No han parado y a poco andar ya eran un grupo respetado por los guardacostas y reconocidas ONG. El resto es historia.

 

Otro grupo de voluntarios catalanes ha impulsado Eko, un espacio que acoge a más de mil refugiados para que no queden limitados a las opciones que les otorga el campo militar de Vasilika, al norte de Grecia, donde están viviendo. He conocido a varias voluntarias que han dedicado sus vacaciones a este generoso proyecto. 

 

La campaña “Casa nostra, casa vostra” es otro ejemplo, de gente ayudando gente. Todo tipo de personas y asociaciones se han unido para acabar con el egoísmo que nuestros gobiernos han demostrado respecto al trato que Europa le da a los refugiados. Se denuncian hechos que no deberían ocurrir, se difunden. Son personas que no se cruzan de brazos ante la injusticia que ha significado la llamada “crisis migratoria”.

 

Andrew Funk, profesor nacido en Texas afincado en Barcelona hace más de 10 años, ha lanzado diversas y singulares campañas en las redes sociales. En 2015 se ofreció para enseñar inglés a los candidatos a Presidente del estado. En esa oportunidad, logró llamar la atención en los medios e incluso hablar con Pablo Iglesias. Supongoque al ver la repercusión que sus acciones han tenido, ha decidido apostar más altoEsta vez le ocupa una iniciativa más ambiciosa y solidaria. Quiere sacar de la calle a gente sin techo. Se ha puesto en contacto conmigo para que le apoye con difusión en su nuevo proyecto. El mismo que le llevó el año pasado a instalarse en la entrada principal del Mobile World Congress 2016, con un cartel que decía que "El móvil puede eliminar el sinhogarismo", cuando pretendía interesar en su proyecto a Mark Zuckerberg. No lo consiguió, pero no se ha frustrado. Funk nos muestra una realidad a la que nos enfrentamos a diario y no miramos a los ojos, él sí. Está embarcado en el proyecto 'Homeless Entrepreneur' y trabaja en pro de la integración social de las personas sin casaY la de él, es otra iniciativa que aplaudo y os invito a apoyar.

 

Mi aportación es ésta, mostrar opciones. Las hay de todo tipo. Cataluña es un terreno fértil para la solidaridad; pero, cualquier lugar es válido para no cruzarse de brazos. 

 

https://twitter.com/PulserasCandela

 

http://fundacionsantaclara.cl/index.php/welcome/historia

 

https://www.facebook.com/Ekommunity/

 

https://www.proactivaopenarms.org/es

 

http://www.verkami.com/projects/16724-the-naked-truth-of-the-street


https://www.casanostracasavostra.cat/qui-som/organitzacio

 

viernes, 6 de enero de 2017

ELLA LO HUBIESE LLAMADO HOTEL VICTORIA

7. Todo a punto. Manteles, velas, regalos, elegantes anfitriones. Claudia había supervisado cada detalle y aún así: nervios. Unos minutos de satisfacción, la sensación de haber hecho los deberes y un breve alivio. 

7 años de tocar puertas, de hacer casi de todo, de mandar currículums. Sin recomendaciones, sin amigos, sin tarjeta sanitaria. Enfermar de pena.

7 días con suero, con oxígeno y sin fuerzas. Claudia le devolvió la mirada a su madre. Quería decirle viviré y no podía. Quería explicarle que de ésta, saldría, y no siendo de certezas, estaba segura: No perderás otro hijo, pensaba.

Poco antes de Navidad, Claudia regresaba a casa de su madre, necesitaba cuidados, apenas podía caminar; pero, mejoraba. Y llegó Ignacio, desde Australia, después de años sin volver, a hacer reír a su hermana. Cada carcajada resentía a sus débiles pulmones y valía la pena. 

7 años después, una puesta en escena impecable y Claudia preocupada, desconfiaba de la asistencia de la gente. Le habían advertido que eran fechas complicadas, tres semanas previas a Navidad, aunque hubiesen magníficos regalos, en un excelente lugar con buena ubicación y deliciosa comida . En el medio se decía que había que invitar tres veces la cantidad de gente que querías lograr… Lo había hecho un montón de veces y no conseguía despejar la incertidumbre. Era su primer acto importante como directora de la revista. 

Se veía todo precioso. Se contaba a si misma el chiste de haber preparado la boda perfecta para su jefe. Un holandés gay que le había dado la oportunidad de su vida. Un hombre brillante que aprendía rápido, tenía buen olfato y sí, haciendo honor al tópico, poseía un gusto exquisito. Dar con un sitio apropiado, un catering a medida, la música perfecta y la atmósfera buscada, era garantía de éxito.  Si estaba bien para él, gustaría. 

Los invitados eran de un tipo específico, pero no podía haber asientos vacíos y había asegurado las bajas con algunos conocidos, como su hermano y su mujer. Miguel Ángel, no llegó, en su lugar vino su hija con una amiga: la periodista. Claudia ya la conocía. Para la amiga de su sobrina, Claudia ya no era invisible, ahora tenía nombre y carrera. Vaya, de pronto era interesante. Su sobrina se desvivía en elogios para su amiga. La imagen se le hacía tan burda como predecible. Se había prometido no caer en vanos halagos y no olvidar, sobre todo no olvidar. Pretendía que le presentara al editor de política, que le pasara el currículum a alguien, tenía ideas para entrevistas. Para su sobrina, Claudia era su tía solterona, aburrida y con malos trabajos. La loser. No era que le hubiese dicho lo que pensaba de ella, era lo que le escuchaba decir de otros. Tampoco era el lugar. Tocaba respirar hondo y no perder de vista los detalles, saludar a la gente por su nombre. Claudia era directora  de revista y su novio médico. Estaba dispuesta a no caer en el patrón de la familia de dividir el mundo entre winners y losers. Ese estilo profundamente establecido y que le recordaba de lo que huía, esa Sudamérica frívola y despreocupada que da la espalda a la Sudamérica que sufre. 

- Vaya, no sabía que tú sabías que yo era periodista.

Sonaba irónico y no le iba a dar cabida al rencor, a la sensatez sí. Las sentó en una mesa y les explicó que no se arriesgaba a recomendar a nadie que no conociera trabajando; menos aún, cuando estaba recién empezando. Al alejarse de la mesa, dispuesta a concentrarse en su propósito: que el lanzamiento fuera perfecto; vio la cara de decepción de su sobrina. 

Claudia era la misma de siempre, sabía los mismos idiomas, tenía la misma carrera y sus opiniones eran parecidas a las que 7 años atrás, cierta facción familiar desacreditaba. No había cambiado, había abrazado el fracaso y la tristeza para reconstruirse. 

Los invitados llegaban con sonrisas cordiales, algunos con gratitud, otros con prepotencia; pero, eran los elegidos y todos recibirían un trato amable. Claudia no abría puertas, ni las cerraba, sólo hacía su trabajo lo mejor posible. Su madre estaría orgullosa viendo el salón tan bellamente dispuesto. Incluso a Ignacio le gustaría todo ese glamour, tan diferente a la vida que él había escogido. Se burlaría, pero lo disfrutaría. Él, el otro hermano loser, el otro solterón sin casa, él mismo que gastó sus ahorros para venir desde Australia a verla cuando estuvo convaleciente. 

Estaba todo perfecto y a Claudia se le caían las lágrimas en el lavabo del hotel. Cuántas veces había estado ahí mismo sólo por entrar a un buen tocador después de haber pateado la calle buscando empleo. Había ido a ese hotel a pedir trabajo, a saludar a su padre y su madrastra de visita en Barcelona… Ese instante no podía alargarse y sus ojos irritados no deberían notarse. Tocaba entrar sonriendo en un mundo de apariencias, perfumes caros, delicatesen… y dejar atrás: escollos y dolor.

Ignacio no iba a estar y debía mostrarse entera. Valeria le había mandado un whastapp y le había pedido un buen momento para llamarla y, pese a que no lo había, hablaron. 

Claudia e Ignacio no se juntarían a medio camino como habían planeado. Había postergado su viaje hasta las vacaciones de la revista, las primeras de contrato indefinido. Estaba en el lado ganador, en el hotel que representaba su triunfo, destrozada. Su madre había perdido otro hijo y aún no lo sabía. Claudia no se lo había dicho a nadie. Después de esa noche mágica y rara, se lo diría. Le explicaría que había cumplido su sueño, vivir cerca del mar, surfeando y enseñando a surfear. Que su ola, de 7 metros de altura, The Right one, se lo había llevado.