domingo, 9 de agosto de 2020

El italiano imaginario

- ¿Planes para el verano? - pregunta Javi, desde la otra esquina del balcón. 

- Seguro. Escucha, -le dice, mientras respira hondo como si fuera a anunciar algo importante-. Y sin  interrumpir, ¿eh?. “Voy en coche sola, con el propósito de llegar a unas playas de Huelva de las que me han hablado muy bien. No tengo un itinerario planeado. Paro cuando tengo ganas. Busco las rutas más cercanas a la costa. Pretendo ir por carreteras secundarias, ver paisajes y no meterme en autopistas”.

Isabel se interrumpe y le pregunta a Javi:

- ¿Te has fijado que todo parece igual en las autopistas? - en el rostro Javi se nota que concuerda.

- “La orientación no es mi fuerte - Isabel sigue con su historia -. "Así que, de repente, me veo, sin querer, en la AP-7 y dirigiéndome a la próxima salida. Da igual, nada en este viaje es o no correcto. Podría conocer el Parque Natural de Sierra de Irta. O no. La carretera (o el destino) me lleva a Alcocebre. Y me parece bien. Huele a mar. No tener prisa y escuchar la playlist “Viajando”, creada por mí, especialmente para la ocasión, hacen que conducir sea un placer. He comido en chiringuitos de playa y restaurantes con manteles limpios. La intuición ha sido mi guía. He acertado, algunas veces, otras no. Ya es casi la hora de comer, quizá un poco temprano, y busco un restaurante en el Paseo Marítimo. Puedo elegir mesa. Es un verano raro, sin aglomeraciones. Miro la carta y después de pedir, retomo el relato que estaba leyendo. Siempre llevo un libro cuando viajo. Esta vez ‘De qué hablamos cuando hablamos de amor’. Termino 'El Baño', cierro bruscamente el libro y frunzo el ceño. Qué mala leche la de Raymond Carver. No hay derecho a dejar ese final abierto. Algo se me debe notar el fastidio, aunque quizá no tanto por mi mascarilla con el dibujo del mapa mundi, cuando se me acerca un hombre guapísimo, de una simetría arquitectónica, la reencarnación del hombre del Vitruvio... Y a unos tres metros de distancia, me dice, con acento italiano, ‘en tu mascarilla aparece la isla donde yo nací, isola d’Elba’. Se me iluminan los ojos y mi cabreo con la narrativa de Carver desaparece. ‘Estás leyendo uno de mis autores favoritos’, continua. 

- Yo sigo - dice Javi -: “Ella era pecosa, tenía los dientes frontales un poquito separados, una sonrisa torcida, el pelo rizado, de un castaño rojizo y despeinado por la brisa. Se había echado unos kilos encima durante el confinamiento. Era graciosa, pensó él. Y el italiano le pidió sentarse en su mesa. Se sacó su mascarilla negra y sus gafas de sol. Bonita sonrisa, pensó ella. Y luego de una larga sobremesa partieron a la playa”.

- Me toca a mí: “Fuímos al agua. El italiano se puso cariñoso, y, por un rato, me olvidé del coronavirus y me dejé llevar”.

- ¿Sigo yo? - Isabel deja, a regañadientes, que Javi continue -. “Cuando él decidió volver a la orilla, ella quiso nadar. El mar invitaba a quedarse más. Al regresar, ella no veía los referentes que había elegido para no perderse y volver a donde habían dejado sus cosas. La sombrilla de arco iris ya no estaba, tampoco los niños rubios que construían su pequeña ciudad de arena. Ni el barrigón que fumaba un puro en una tumbona, ni el italiano, ni su bolso. Se sentó en el pareo unos minutos, se secó un poco, se levantó y se acercó a un coche de policía que había en el paseo”. 

- Aguafiestas. No. La historia sigue así: “Mientras me secaba con el pareo, vi al italiano volver con mi bolso colgando y dos helados, uno en cada mano”.

- Tú sueña… Ahora, en serio, ¿qué harás?

- Mi madre y yo haremos una ruta del recuerdo. Iremos a Mataró a visitar la ciudad donde nació el padre, creo, de su bisabuelo.

- Tatarabuelo será.

- No sé, el padre de su bisabuelo o el abuelo del bisabuelo. Ella ha averiguado los hoteles que le parecen más seguros y me deja a mí la decisión final.

- Tatarabuelo o tastatarabuelo.

- Lo que tú digas. Y después iremos a Durango a donde nació mi bisabuelo paterno. Llevo años hablando de que haré ese viaje y al final lo postergo. Quiero recorrer Vizcaya. Fui de pequeña y recuerdo mucha lluvia y mucho verde. Quiero ver más y con otros ojos. He estado mirando mapas, investigando un poco y tomando apuntes. ¿Y tú?

- Nada. Piso y piscina. 

- Javi, saca a tus padres de su casa. Les has llevado las compras, pero ni siquiera has comido con ellos, pobrecitos. Llévatelos a algún lado, que les dé el sol.

- No los quiero poner en riesgo, son mayores.

- Ya, vale, pero haz algo con ellos, alquílate una casa de campo, paséalos… Vete a saber qué pasará en el invierno. 

- ¿Has pensado que puedes quedarte confinada en un pueblito del norte?

- Quién sabe… Haré todo lo mejor posible y confiaré en que los otros lo harán también y si veo algo que no me cuadra me retiraré. Todo a su tiempo.

- Isabel, ¿y si vamos juntos a Huelva, pasando por Alcocebre?


lunes, 13 de abril de 2020

EL CUMPLEAÑOS DE SOFIA

Cuando Sofía cumplió 13 años, sus padres le regalaron un smartphone, pese a que habían decidido esperar a que cumpliera los 14. La mayoría de sus amigos ya tenían uno, algunos lo habían comprado nuevo, otros lo habían heredado y otros lo habían conseguido de segunda mano. Sus padres no tenían problema de presupuesto y que hubiesen cambiado de opinión la tenía muy entusiasmada. Se sentía importante con su móvil recién estrenado. Había ido a comprar ella sola una tarta de cumpleaños a su gusto. La habían dejado abrir su propia cuenta de Instagram y era algo que también habían pensado dejar para más adelante. En pocos días, se había comunicado con sus más cercanos para contarles la buena noticia. Tantas concesiones de sus padres obedecían a que Sofía celebraría su cumpleaños solamente con su hermano Iñaki.

Sofía sopló las velas de la tarta de chocolate mientras Iñaki grabó el directo de Instagram que se llenó de mensajes cariñosos de sus amigos deseándole un buen día.

Sus padres trabajan en el mismo hospital desde que se conocieron hace quince años. Ana que es doctora, experta en nutrición, llegó para hacerse cargo de la planificación de los menús de los pacientes, cuando Carlos, pediatra, ya llevaba dos años. Hizo su última guardia el 19 de marzo, cuando Pediatría ya se había transformado en Urgencias. Ambos estaban agotados; pero, culpaban de su cansancio a la extenuante cantidad de trabajo. A los médicos les cuesta verse así mismos como enfermos y no se habían dado cuenta de que estaban contagiados. Les hicieron los tests y ambos dieron positivo al Coronavirus. Iñaki y Sofia, en cambio, estaban bien. Los abuelos se ofrecieron a cuidar a los nietos; pero, Carlos y Ana decidieron quedarse en casa con sus hijos en espacios separados.

Ana pensaba que se habían cambiado justo a tiempo. Se habían mudado de un piso más pequeño a una amplia planta baja con jardín; habían adoptado un perro, Bala, y tenían dos baños, uno para ellos y otro para los niños. Estaban en un lugar espacioso y sabían cómo cuidarse. Ninguno estaba grave. Tenían fiebre, malestar, tos y pocas fuerzas. A pesar de todo, Carlos decía que quería volver a las trincheras. La analogía de la guerra a Ana no le gustaba nada; débil como estaba, no quería discutir y guardaba sus energías, mientras refunfuñaba bajito. Se morían de ganas de salir a ayudar; aunque sabían muy bien que tardarían en volver al Hospital.

Mientras tanto los niños se habían dividido las tareas de la casa. Iñaki, de once años, paseaba al perro y sacaba la basura. Salía con guantes, mascarilla, incluso se ponía sus gafas de nadador y al volver dejaba todo en una caja que, como los zapatos, se quedaba en la entrada. Sofia tenía su propia caja y cada uno, en si habitación, tenía un repuesto. Limpiaban todo al llegar. Carlos trato de comprar online todo lo necesario; pero, a veces, la fiebre lo dejaba sin ganas de mirar nada. Apenas tenía fuerza para subir la voz y prefería dejar mensajes de voz en el WhatsApp de Sofía. Comprárselo fue una de las primeras cosas que hicieron al empezar la cuarentena. Sofía tenía sentimientos encontrados. Estaba orgullosa de sus padres, preocupada porque estaban enfermos. Contenta con su móvil. Triste por no ver a sus abuelos, feliz de compartir telefónicamente recetas con ellos. De apuntar en una lista los ingredientes que necesitaría para preparar los platos. De reírse de sus estrepitosos fracasos en la cocina y disfrutar sus grandes éxitos. Habían inventado unas pizzas deliciosas. Hecho ensaladas exóticas, sopas raras y bizcochos incomibles.

Aunque se sentía más adulta que nunca, probablemente era la más joven del supermercado. Nunca había tenido la libertad de echar lo que quisiera al carro. Como hija de nutricionista, sabía que alimentos no debían faltar.

Sofía recibió explicaciones de cómo usar la lavadora de su madre y sobre todo gracias a una vecina que tenía la misma marca.  Esa vecina, Sandra, tuvo el detalle de grabarle un pequeño video tutorial y responderle sus dudas. El día de su cumpleaños le puso una planta con un lazo de regalo con una tarjetita imrpovisada con las instrucciones para cuidarla. Miguel Angel, un chico de su edad del mismo edificio le dejó una lasaña hecha por su madre italiana en el suelo. Tocó la puerta y se alejó dos metros para decirle que si la ponía en el horno 20 minutos seguro que el virus no lo resistiría. Ana está convencida de que está enamorado de su hija. Y la verdad es que la comida italiana es una apuesta segura con la familia Garmendia.

Los niños comieron con muchas ganas, los padres con muy pocas. Pero estaban agradecidos de que vecinos tan nuevos se mostraran tan generosos. Les ofrecían hacer las compras, pero Sofía no iba a ceder una tarea que la hacía sentirse responsable e importante.

Sofía e Iñaki habían priorizado cuidar de sus padres, aunque tuvieran mucho que estudiar. Tenían sus clases online y se turnaban el ordenador. Carlos se había quedado con el portátil y Ana la tablet, aunque apenas los usaban, y los niños a la habitación de sus padres no entraban. Les pasaban los utensilios para limpiar y finalmente decidieron dejarlos allí y comprar otros. Les dejaban la comida en la puerta y luego retiraban los platos con guantes. Se lavaban las manos continuamente. Y les lanzaban besos a lo lejos.

Aplaudir a las ocho de la noche se ha convertido en el ritual más importante del día. Aplauden sin parar hasta que no queda nadie aplaudiendo en el barrio. Abren ventanas para que sus padres escuchen los aplausos de los balcones y lloran de emoción. Todos los días, Iñaki y Sofía lloran, sabiendo que sus padres en cuanto puedan volverán al Hospital a ayudar a todos los que puedan, sabiendo que sus padres son héroes.