domingo, 20 de octubre de 2019

Un nombre para la felicidad

El gato secreto que acariciaban ahora, no se parecía nada al cachorro esquelético que las niñas habían rescatado frente al colegio. Las niñas, el nacimiento de cuya amistad podía atribuírsele al gato, no habían sido descubiertas. El cometido estaba resultando un éxito. Lo habían acogido, nutrido y llevado al veterinario, sin despertar sospechas. Estaban muy orgullosas de sí mismas. El gatito, testigo amable de las circunstancias de estas dos niñas, expresaba su gratitud con ronroneos infinitos, y éstos eran gran parte de la banda sonora de sus conversaciones. Nombrarlo estaba convirtiéndose en la tarea más complicada. Por el momento, llamarle “gato” les funcionaba. Al pequeño felino le daba igual, dos ángeles cuidaban de él.

Borja, el hermano de Adriana, entraba de vez en cuando a la habitación, pedía permiso. A veces, hacía como que buscaba algo y otras, supervisaba. A Montserrat, que era hija única, ese instinto protector le era tan desconocido como fascinante, y lo que ella sentía por Borja, el hombre más guapo que había conocido, era lo más parecido que había estado de enamorarse.

Miradas cómplices, hacer ruido para acallar los ruidos del gato. Vigilar que no asomara del armario, o saliera de debajo de la cama, todo cuidado era poco. Eran dos mini espías buscando nombres para su misión. Adriana propuso algunos sacados de los libros que había en la estantería de la sala de estar. Consideraron que las alternativas que les dio La Ilíada: Afrodita, Andrómaca o Briseida, eran mucho nombre para tan poco gato. Vieron otros. Neruda, Lorca, Paris, Chocolate… Tampoco merecía llamarse Ramón o Mario, no iba a ser un notario. Ni siquiera las opciones de El Principito que, en ese momento era uno de sus libros favoritos, las entusiasmaban.

Adriana le pidió a Borja que le pusiera música y cuando en la playlist de su hermano se escuchó Heroes de David Bowie, dijo “ésa, ésa”, haciéndose la entendida. 

El gato dormía con Adriana en Sitges. Era más fácil esconderlo allí. Su madre la iba buscar siempre al colegio. Aunque me hubiese gustado poder llevármelo a mi casa, lo más importante era que el secreto no fuese develado.

Me vino a buscar mi padre y de camino a Calafell le pregunté si le gustaba David Bowie. Me dijo que no. Bowie, para mí, había pasado de ser un absoluto desconocido a mi músico favorito. Tras bailar Héroes en la habitación de Adriana, ese momento se había convertido en el mejor de todos mis momentos. Y mi padre que había sido mi héroe, había cedido el puesto a Borja. Mi padre que sabía tanto, no sabía quién era Bowie.

Fue un largo y silencioso recorrido para Montserrat y su padre Josep. Él pensaba que hubiese preferido que su hija eligiera amigos que vivieran más cerca y tuvieran vidas más plácidas. En sus escenarios de preguntas difíciles no había imaginado tener que explicar la situación política chilena, los divorcios o Bowie.

En el recreo del día siguiente, le pregunté a Adriana si podíamos llamar Bowie a nuestro gato. Le encantó. Mientras hablábamos se acercó Gaston. Había molestado a Adriana antes, y ella lo había ignorado. Le dijo que sabía que su madre se había casado con un viejo millonario sudamericano. Adriana se puso roja y le dijo que su padre era más viejo que el suyo, además de calvo y gordo. Volvió a clase antes de terminar el recreo. Insulté a Gaston, le dije que era un mentiroso. No era justo. Adriana no se metía con nadie e intentaba pasar desapercibida. 

Adriana quería poner en contexto a Montserrat, pero le dolía entrar en detalles. Le explicó que su padre vivía en Santiago de Chile, no era viejo, tampoco millonario. Era como la mayoría de los padres y estaba enfadada con él.

Adriana no pensaba explicar a su amiga qué excusas buscó su padre para ponerla en clases particulares de alemán. Su repentino entusiasmo era tan raro como poco discutible. Un día, Adriana llegó antes a su clase, encontró la puerta abierta; entró, había ropa en el suelo y su padre y su profesora estaban desnudos en el sofá de la salita. Adriana corrió tan rápido y tan lejos que su padre no la pudo alcanzarla. Se lo contó a Borja, él a su madre y a partir de ahí, vinieron abogados, psicólogos, llantos y aeropuertos. De Santiago de Chile a Barcelona. Lo mejor de todo ese tiempo era Bowie, ese gato cariñoso y juguetón que parecía saber, perfectamente, cuando maullar y cuando no; su nueva amiga, Montse, y Borja.

A la semana siguiente, Montserrat propuso llevar a Bowie a la playa. Las niñas estaban entusiasmadas de mostrarle a su hijo adoptivo un lugar que a ellas les gustaba tanto. Bowie tenía que conocer el mar. Y así partieron, a la playa de Terramar, algo exaltadas, satisfechas con su decisión e intrigadas también. Soltaron al gato en la arena. Se alejó muy poco, lentamente, curioso, después se acercó a las niñas, y así, una y otra vez, como las olas del mar. La conversación las distrajo y Bowie fue hacia la orilla. No se dieron cuenta que llegó un perro, hasta que lo escucharon ladrar. Adriana corrió hacia el pastor alemán y Montserrat tras Bowie con la esperanza de evitar la tragedia. Hubiese sido una muerte salvaje. Hasta que esos alargados minutos se detuvieron al ver a Borja, junto al dueño, frenando al perro. 

Que Borja apareciera era una maravillosa coincidencia y no lo era. Bowie no era un secreto para Borja. Era un cómplice silencioso de las niñas y le atormentaba la culpa desde el funesto día que su hermanita pilló a su padre con su amante. No la perdía de vista. Si la hubiese acompañado hasta la puerta de su clase de alemán y no la hubiese dejado antes, a toda prisa, en la esquina, habría evitado que le cayesen de golpe todos los pedazos del derrumbe de un matrimonio que agonizaba.  

Lourdes Andrés