domingo, 27 de agosto de 2017

EL JARDIN DE ROSA

Esa mañana fui a comprar un diario al kiosco de siempre. De vez en cuando no cedo a internet y le dejo un espacio al papel. La dueña tiene libros, periódicos, souvenirs y una pizca de mala leche. Con ella, me pasa como con los gatos ariscos, nunca pierdo la esperanza de conquistarlos. Muy pronto, Isabel cuenta con información de prensa y la debate con sus compradores. De vez en cuando, disfruto el resumen que me brinda de las noticias. La escucho hablar con los turistas en diferentes idiomas y al final, la experiencia de comprar se me hace placentera. De vez en cuando, me gusta sentarme en el balcón o en el sofá y pasar las hojas de un diario o de un libro. De vez en cuando, recuerdo a mi abuela haciendo lo mismo desde su ventana con sus lecturas. 

Esa mañana la conversación no fue sobre la corrupción de la clase política, ni de qué nacionalidad eran la mayoría de los turistas de ese verano. Esa mañana, a Isabel le habían robado un ficus con maceta y todo. Yo no recordaba ese ficus, no distingo entre una planta y otra, pero si tenía la viva imagen de su escaparate rodeado de plantas cuidadas. Isabel estaba furiosa, más que nunca. Lamenté la desaparición de su ficus; y sin que se me notara, disfruté imaginándome a un ladrón exótico corriendo ligero con su pesado botín. 

***

Hace tiempo que uno de los bajos de mi edificio se ha convertido en restaurante. Suele pasar en los lugares de playa. Los que tenemos el privilegio de vivir en lo que se llama primera linea de mar, lo compartimos con la maldición del ruido y el olor a chipirones fritos que permanece más allá de lo deseable. Los dueños del restaurante viven en la parte de atrás. El abuelo es el clásico manitas dedicado a sus plantas y a arreglar los estropicios. Gracias a su trabajo, a nuestro edificio lo rodea el verde. Entiendo poco lo que habla, no sé si es porque el señor es gallego, vocaliza poco o las dos cosas. Suele quejarse de la falta de lluvia. Esa tarde, cuando me lo encontré al volver del trabajo, le habían robado un hibisco. Su señora apareció para ampliarme el hecho con detalles de cómo evitarían nuevos agravios. Habían planeado poner cristales rotos en la tierra para que, en caso de una próxima vez, el ladrón se llevara un disgusto.

Antes de subir la escalera hacia mi piso, apareció la señora que vivía abajo. Creo que al escucharme salió a mi encuentro. Me preguntó si acaso era yo la que lavaba la ropa tan tarde. Le confesé que sí, me disculpé, le expliqué que intentaba evitar que mi ropa quedara con olor a fritura cuando la colgaba en la terraza de atrás que daba a la cocina del restaurante. Llegamos a un acuerdo. Aunque el temperamento de la señora, como la mayoría de la gente del barrio de mar, hacía honor a la fama de lunáticos que los caracterizaba, incluidos mis abuelos, me mostraba cierta simpatía que no me había ganado. De mis abuelos había heredado el piso y una imagen de honorabilidad. Nada sabía ella de mis días menos respetables que habían pasado y habían sido en la capital, donde todo se nota menos.

Al día siguiente, volvía más tarde que de costumbre y un poco agobiada por el calor. Pensé en premiarme. En vez de ir directa a casa desde la estación, me senté en una heladería del paseo a beberme una horchata. Mis pensamientos se debatían entre la queja y el agradecimiento. Una mano me mostraba lo práctico que sería vivir en Barcelona; la otra, el aire, la calma y las estupendas vistas que tenía en Vilanova. Una, el tiempo de viaje en tren y, y la otra, disfrutar de un buen rato de lectura… La conversación de unas abuelitas en una mesa cercana interrumpió esa batalla que no ganaba nadie. Trataba del precioso parterre que había puesto recién el municipio y del cual había desaparecido una porción importante la noche anterior. Lamentaban que, justo cuando empezaban a preocuparse de embellecer el barrio, unos gamberros se robaran las flores.

¿Correría peligro mi bonsai? Estaba en el alféizar de una ventana. Ese arbolito me lo regaló una de mis mejores amigas cuando me fui a vivir sola lejos de la gran ciudad. Quizá no era la mejor opción para alguien como yo. Sin embargo, el mini arbolito iba con instrucciones y yo las seguía disciplinadamente. El olmito se había convertido en una de mis posesiones más preciadas. Después de Miguelito, mi gato siamés. Y los dos parecían incompatibles. Cuando vi que Miguelito le echaba el ojo al bonsai, mi huerto creció con hierbas gateras, perejil y albahaca. 

Ese viernes, me levante más temprano de lo habitual. Decidí desayunar fuera, antes de coger el tren. Me quedé en una cafetería que había de camino. Les salía bien el cortado y tenían varios periódicos. Le pedí el semanario local a la dueña. Me dijo que se lo habían robado. Solía pasar. Lo raro era que esta vez se hubiesen llevado un cactus. 


Al volver del trabajo, Miguelito no aparecía. Se escapaba a menudo. Por la terraza de atrás, escuché su maullido. Los arboles me impedían ver los bajos y fui a rescatarlo. No estaba en el restaurante. Toqué el timbre a la vecina. Entramos juntas hasta un jardín espectacular rodeado de los árboles que sí veía desde mi casa. Ahí estaba el ficus de Isabel, el hibisco, el cactus de la cafetería, muchas más flores, plantas y el pedazo de parterre que cerraba el puzzle. Parecía trabajo de paisajista. Entre medio de toda esa belleza robada estaba Miguelito acercándose. Imaginaba que debajo de esa apariencia frágil y de su vestido floreado había fuerza, músculos y una inteligencia singular capaz de no dejar rastro. Rosa, mi vecina, era la señora que robaba plantas.