domingo, 3 de octubre de 2021

Yo, María Luisa

Nací en Buenos Aires en 1922, rodeada de los privilegios de la clase alta argentina. El patriarca del lado paterno de mi familia, Otto Bemberg, fue un empresario que nació en Colonia, Alemania; vivió en París, y Argentina, con ascendencia francesa y belga. 

Yo crecí con todas las posibilidades, acceso a la cultura y a las artes, recursos… y, sin embargo, tardé 50 años en atreverme a creer en mí misma, en mi propia voz. A los 58 años dirigí mi primera película, Momentos. Y así creo que se me veía, al principio, quizás, como una señora, de buena familia que, a mediana edad, se le dio por el cine. Pero, la verdad es siempre más compleja de lo que aparenta.

Por ejemplo, cuando me casé no estaba enamorada. Tenía lo que los gringos llaman infatuation, que me parece una buena palabra para expresar mis sentimientos por el que fue mi marido. Carlos María Miguens se tituló de arquitecto, el mismo año que nos casamos. Era muy guapo, un exitoso jugador de polo y teníamos el visto bueno de nuestras familias. Éramos muy jóvenes los dos, yo tenía 23 años y Carlos tenía 24. Aunque en esa época, casarse a esa edad era bastante común. Yo estaba destinada para ser una “Señora de” y vaya que lo fui. Tuvimos cuatro hijos juntos, vivimos en Madrid, y, a poco andar, me di cuenta que esa vida tradicional me aburría. Sentí la necesidad de evolucionar y salir de los roles clásicos de esposa y madre que se esperaban de mí en ese entonces.

Antes que en el cine, empecé como empresaria de espectáculos teatrales. Siempre me había fascinado el teatro. Ya de pequeña me gustaba el mundo de los espectáculos y la fantasía. Jugaba con marionetas, ilustraba cuentos y escribía los diálogos. Sin darme cuenta había hecho mis primeros storyboard. Y en cuanto tuve la oportunidad estudié en Nueva York con Lee Strasberg, el director artístico del Actors Studio de Nueva York. Maestro de grandes estrellas como Paul Newman o Marilyn Monroe. 

Cuando se refieren a mí como pionera, siento que es un halago con muy poca base. He sido activista del feminismo. Fui una de las fundadoras de la Unión Feminista Argentina; pero el feminismo tenía, antes de que yo diera mis primeros pasos en el movimiento, un largo y potente historial. Es verdad que como directora de cine y guionista me he centrado en temáticas referidas a la emancipación y reivindicación de la mujer. Sentía que si iba a filmar, las mujeres iban a ser las protagonistas. Y esas mujeres de mis películas serían rebeldes, audaces, transgresoras… Personajes libres que se atreven a expresarse. Considero que he tocado más teclas y que, posiblemente, hoy podría ser descrita como una cineasta política. 

Si os fijáis en mis películas, además de la mujer cansada de vivir una vida estereotipada e impuesta por la sociedad en la que es el hombre el que controla todo; también muestro injusticias, discriminación, las diferencias sociales, la opresión. Todos aquellos malos hábitos de los cuales fui testigo en primera fila. Mi familia era dueña de Cervecerías Quilmes, que Otto Bemberg, con el apoyo de la familia de su mujer, los Ocampo, había fundado en 1888. He escuchado muchas historias de mi familia, algunas muy turbias. Que mis antepasados se adueñaron de miles de hectáreas de tierras fértiles robadas a los indios, seguramente escuché justificaciones para todos los claroscuros de la historia de los Bemberg. Y es de dominio público que luego de muchos vaivenes, las acusaciones de monopolio culminaron, en 1955, con la expropiación por Perón de la empresa familiar. 

Pero mis referentes no vienen solo de mi entorno. Me acusan de haber sido influenciada por la década de los sesenta y el cine de Ingmar Bergman. Soy culpable. Dicen que soy seguidora de la Nouvelle vague francesa, del cine italiano, de la literatura de Julio Cortázar…  Es un honor que digan esas cosas de mí. Bebí de esas fuentes. Y no quiero pecar de falsa modestia. Tengo mis méritos: Mi película Camila fue elegida para competir por el Premio Óscar como mejor película extranjera. 

Tuve seguidores y detractores. No fui gusto de la censura imperante de la dictadura argentina (1976-1983). Ni yo, ni tantos otros. Eso también me honra. Queríamos decir tantas cosas, atrevernos.

En la década de los 80 fundé junto a Lita Stantic una productora cinematográfica. Trabajamos juntas en Yo, la peor de todas. Para ese guión me inspiré en el maravilloso ensayo Sor Juana o las trampas de la fe, de Octavio Paz. Contar los últimos años de Juana Inés de la Cruz, una mujer brillante en la época del Virreinato de la Nueva España marcada por una sociedad represora, era un sueño hecho realidad. No quise hacer más películas de época después de esa, eran extenuantes, caras y demasiado largas de realizar. Tardé 3 años y medio en terminarla y pensé que ya no tendría tanto tiempo. La estrenamos en 1990. En 1993 trabajé con Marcello Mastroianni para De Eso no se habla. Y a los 2 años de esa película, el cáncer puso punto final a mi vida. 

Quería ser valiente como las protagonistas de mis películas y logré hacerle bastante daño al dragón de la inseguridad, el gran enemigo de las mujeres artistas o de todas las mujeres.

María Luisa Bemberg 

jueves, 28 de enero de 2021

No tuve ocasión de decirle adiós.

Aún ahora me pillo pensando “¿qué le parecería esto a Guillermo Blanco?”. ¿No sería fantástico contar con su opinión y sus correcciones a lápiz? Su delicadeza para corregir nuestros textos de redacción en la universidad era única. 


Tenía más de 60 años cuando le conocí. No sabía que había empezado a estudiar arquitectura en la Universidad Católica y lo había dejado. Tampoco sabía que había estado en Vietnam en 1969. Su testimonio fue publicado por la revista “Ercilla” donde tenía la columna “La vida simplemente”; y dejó constancia de parte de su experiencia en su libro “Recuerdos no siempre cuerdos”.


Cuando se estrenó “Mientras dure la guerra”, la película de Amenábar sobre Unamuno y la Salamanca de 1936, me acordé inmediatamente de Blanco porque era un apasionado de Miguel de Unamuno. Pensé si acaso le gustaría una película como esa y, por asociación, recordé cuando hablamos sobre la adaptación al cine de su novela Gracia y el forastero. Le pregunté que le había parecido la película sobre su obra y me dijo “demasiado literal”. Me explicó que el lenguaje del cine era muy distinto al de la literatura y no se debía pretender una fidelidad equivocada al libro.


Creo que a él le hubiese gustado contagiarme su fascinación por Unamuno; pero, yo andaba en mi mundo, seducida por modas literarias y después, sumergida en una etapa de leer mujeres, en la que vino a bien recomendarme "Nada" de Carmen Laforet, lectura que sí compartimos. 


Si no recuerdo mal, cuando fue mi profesor de redacción, él ya estudiaba la obra del escritor bilbaíno. De hecho, en 1992, fue becado por el Ministerio de Asuntos Exteriores de España para investigar, en Salamanca, los últimos años de Miguel de Unamuno. Resultado de ese trabajo fue la publicación, el año 2003, de El león sin sus gafas. Le entregaron la Encomienda de la Orden de Isabel La Católica, por su vasta trayectoria literaria y periodística muy vinculada con las letras españolas y, por lo mismo, se le otorgó la ciudadanía española.


Una vez le dije “Don Guille”, cuando siempre le hablaba de usted y le decía don Guillermo, no eran exigencias suyas, es que para mí era una de esas personas, como mis abuelos, a las que yo nunca pude hablarles de tú. Se rió y me dijo que Guille le encantaba porque era el nombre del hermano pequeño de Mafalda del cual era un gran fan. 


Guillermo Blanco nació en Talca y siempre me ha llamado la atención los talentos que brotan en ciudades pequeñas. Es la soberbia de los capitalinos. Los santiaguinos, pese a que la historia nos demuestre lo contrario, creemos que somos el centro del universo. No es suficiente que los dos premios Nobel de Chile, Gabriela Mistral y Pablo Neruda, hayan nacido bastante lejos de la capital. Guillermo Blanco se mataría de la risa con este párrafo. Primero, su carcajada sería interna, por fuera sólo esbozaría una leve sonrisa. Quizá movería la cabeza y a lo más me diría: “¿no conoces el dicho de Talca, Paris y Londres?…”  Porque la gente de Talca (y él fue nombrado Hijo Ilustre), se siente muy orgullosa de sus orígenes. Es una zona de viñas y con muchos descendientes de europeos. En su caso, de españoles. Que era otra cosa que teníamos en común. Y yo tozuda como él, le diría, pero al final todos venís a vivir a Santiago. Que era su caso, Blanco emigró con su padres a Santiago en su niñez y estudió en el Instituto de Humanidades Luis Campino, un conservador colegio católico en el que se educaron presidentes, destacados políticos, escritores y artistas. 


Publicó en muchas revistas, fundó algunas, dirigió otras y ganó muchos concursos. 


Era exigente también. Por él, o para ser precisos (a Blanco le gustaba la exactitud), por la tesis en la que él era profesor guía, fui incontables veces a la Biblioteca Nacional a buscar y leer las crónicas satíricas de un escritor chileno, Jenaro Prieto (1889-1946), que él consideraba que había retratado a la sociedad y los políticos de su tiempo con mordacidad y acierto. En verdad, pese a lo amarillento y gastado de esos periódicos que parecían deshacerse entre los dedos, sus textos se sentían frescos.


Si no fuera por Blanco apenas sabría nada de Prieto, ni de esa historia de Chile que retrata en sus crónicas. Casi todo el colegio lo hice fuera y la literatura que aprendí era de autores españoles.


Le estoy agradecida a Guillermo Blanco como agradeces a los buenos profesores que has tenido. Estuve en su casa sentada con él en su biblioteca espectacular en su casa de Ñuñoa, si no me equivoco haciendo frontera con Providencia. Un barrio de clase media, de artistas, de librepensadores. Casas con jardín, con muchos libros, como la suya. Su mujer, Lucía Cristi, que se veía una señora muy dulce, nos trajo algo de beber. 


No le gustaba exponerse ni exponer. Pero si lo hacía era cuando algo le gustaba, se le abrían los ojos (que ya los tenía bastante grandes), se le iluminaban y lo compartía en clase. Luis Alberto Ganderats, que también fue alumno suyo, lo entrevistó en 1986 y me sentí muy identificada con Blanco cuando respondió que la timidez era el rasgo de carácter que le había hecho más daño.


Por ser considerado, por muchas generaciones, como “un maestro de periodistas”, por sus escritos periodísticos y por sus aportes a la cultura, en 1999, fue galardonado con el Premio Nacional de Periodismo. Si en 2006, fue condecorado con la Orden al Mérito Docente y Cultural Gabriela Mistral, por el Ministerio de Educación es que no soy la única que lo encuentra el mejor maestro.


¿Y de este texto qué diría Guillermo Blanco? Creo que le daría vergüenza. Nada más lejos de su extremada timidez y humildad que esta suerte de panegírico. Pero, ya no está entre nosotros, no tuve ocasión de despedirme y no está aquí para subrayar en lápiz los lugares comunes.