lunes, 24 de abril de 2017

El lector obstinado y la historia que no leíste

Leías Una Habitación propia cuando se te acercó. Te pareció una buena opción: Era un libro liviano, ideal para un viaje corto. Ibas a ver a tu hermano a Londres, no habría escalas, ni largas esperas. 

Lo habías visto en la cafetería, él leía a Charles Bukowski. Ahora que estabas más cerca, veías el título: Música de cañerías. Te habló atropelladamente, nervioso. Poco a poco, al ver que había captado tu atención, se relajó. Te dijo que viajaba a Los Ángeles, que había vivido allí de pequeño y se tomaba unas vacaciones. Quería ponerse “en onda”, con “lecturas californianas”.  

 -¿Qué lees? Ah, literatura femenina, qué bien. Virginia Woolf, feminista, ¿eso es lo que te gusta?. Eres feminista – decía convencido.

Cuando, finalmente, te dejó espacio para responder, le explicaste que pasabas por fases en tus lecturas, y que era verdad, que sí tenías una fuerte influencia feminista. Habías crecido rodeada de libros escritos por mujeres, como Doris Lessing, habías heredado los diarios de Anaïs Nin; y, sin embargo, considerabas que habías seguido tus impulsos. 

Le contaste que tuviste un período francés, quisiste leer la versión original de El Principito, y te lanzaste a leer Le Petit Prince, como no fue tan difícil, quisiste más de Antoine de Saint-Exupéry. Conseguiste Terre des Hommes, Vol de nuit y, aunque no entendiste mucho, y te pasaste horas buscando en el diccionario, volaste con el autor e iniciaste tu etapa de escritores viajeros. Estuviste en el Everest con Jon Krakauer y en África con Karen Blixen. 

Era hora de embarcar para ti y te despediste. Quedasteis de veros al regreso. Y en el vuelo pensabas que, muchas veces, en tu vida, te habían guiado obsesiones. Recordaste que después de ver la película El Cielo protector de Bertolucci, con una amiga, os fascinasteis con Riuychi Sakamoto que había hecho la banda sonora, y con Paul Bowles, el autor de la historia. Conseguisteis toda la música que pudisteis del compositor japonés y buscasteis todos los libros de Bowles.

A Memorias de un Nómada, le siguió leer a Jane, su mujer. Posteriormente, le tocó el turno a Djuna Barnes y a Truman Capote que aparecían nombrados en la autobiografía de Bowles. A Sangre fría, te dejó fatal. Breakfast at Tiffany's te pareció triste, pero fresca. Viste la película y diste con más de 50 versiones de la melodía de Mancini, Moon River. 

Anaïs Nin también surgió entre las páginas del libro de Bowles y fue entonces que quisiste leerla, no años antes cuando te la había recomendado tu madre. 

Os volvisteis a ver. A él le parecía que eras muy europea para leer; tú no estabas de acuerdo. Bowles era nacido en Nueva York. Habías leído a Ernest Hemingway y a Scott Fitzgerald. Gracias a Fitzgerald habías conseguido tu primer contrato. Hacías la práctica en una revista y en el comedor, mientras comentabais la última versión cinematográfica de El Gran Gatsby, el editor y tú coincidisteis en recordar la misma frase como la que más os había impactado del libro. 

Disfrutabais vuestras mutuas confesiones. Le gustó saber que te dormiste en Cats, cuando, como gran cosa, te llevaron a un espectáculo en Broadway. O que le dijeras que a los 17 tuviste sobredosis de realismo mágico, y que después de leer varios libros largos de García Márquez te quedaste a medias en el más corto de todos: El Coronel no tiene quien le escriba. El prefería a Vargas Llosa. 

Y os seguisteis viendo. Y la distancia entre Madrid y Barcelona nunca te pareció tan breve.

Te había definido como lectora feminista, de izquierdas, europea… ¿Era necesario ponerte etiquetas?. Tú también leías yanquis, que más estadounidense que Hemingway. Es cierto que te aburriste como una ostra leyendo El viejo y el mar (y no te atreviste a decirlo hasta muchos años después). En Fiesta, no obstante, te habías sentido protagonista. Puestos a catalogar, sí te gustaba lo gringo, al menos algunos, mucho. Pero, no, para él, lo verdaderamente americano era Jack Kerouac, William S. Burroughs y Allen Ginsberg. O J.D. Salinger. Te prestó The Catcher in the Rye, y ése lo sentiste como su primer acto de amor. Era una lujosa edición, la suya, tú te compraste El guardián entre el centeno y de bolsillo, para alternar los idiomas. Te parecía que sobrestimaba tu nivel de inglés y eso te hacía ilusión. Cuando os volvisteis a ver, que cada vez era más seguido, le dijiste que te había encantado. 

Le dejaste Orgullo y Prejuicio de Jean Austen, y le pareció un tostón. Tú querías que entendiera que a veces compartías la misma sensación claustrofóbica de la autora. No apreció las descripciones de la inglesa como tú. Te dijo que era literatura femenina y su costumbre de encasillarte, empezó a agobiarte. 

Es verdad que te había mostrado una faceta tuya que no habías visto antes. Observabas ahora todos esos pequeños rituales de lectura que rozaban, quizá, ligeramente, con algo parecido a un comportamiento obsesivo compulsivo.

Pero, que te dijera que eras literariamente autista por ser ajena a los rankings y a los best sellers, no ayudó. Le explicaste que no estabas desinteresada del mundo literario exterior, que seguías tus propias pulsiones. 

De pronto, te veías como pidiéndole disculpas por leer a los clásicos y dándole explicaciones de que no conocer a nadie de la nueva generación de escritores argentinos, por ejemplo, no te convertía en ignorante.

Y las horas que separaban a Madrid de Barcelona se volvían más largas.

Y a ti, cada vez te gustaba menos él y menos tú. Y se hacía más evidente que erais literariamente irreconciliables. Y si cedías en esa batalla de letras (que era mucho más que eso), dejarías de quererte y perderías tu esencia. 

Lourdes Andrés