domingo, 2 de julio de 2017

Los bonobos y los silencios de Sofía

Por la mañana estuvo en el hospital. La noche anterior, a Rafa le habían dado una paliza cuando volvía a su casa. Sofía estuvo un rato con él. Nunca había visto alguien tan magullado. Ella y sus amigos trataron de convencerlo que avisara a su familia; pero, Rafa no quería preocuparlos.

A Sofía no le gustaban las comidas familiares. Sin embargo, por un breve momento, le hizo ilusión. Había ocurrido algo distinto esa semana. Otra invitación, una que había desviado su mirada y la había sacado de su acotado mundo. En una cena con amigos había conocido un grupo de profesionales que dedicaban tiempo ad honorem a una pequeña fundación. En pocos días, había visto realidades diversas. Había conocido niños con sida, los había visto jugar y reírse, aparentemente, ajenos a su condición. Las pequeñas miserias de Sofía se habían desvanecido. Le dieron ganas de contar su mañana en el hospital y su experiencia en la Fundación.

O quizá no. Con su familia, Sofía era más de escuchar.

Estaba el factor supervivencia. Las invitaciones de la semana la habían salvado de las pocas opciones que le dejaba su bancarrota. Su rutina alimenticia de los últimos días se reducía a aceite de oliva, atún, pan, leche y café, y así sería hasta que le pagaran en unos días más. Rasguñón y ella compartirían amistosa y abnegadamente leche y atún, hasta que llegaran refuerzos. Pobre gato. No había aterrizado en el mejor hogar y aún teniendo la ventana abierta, cada vez que salía, volvía.  Y encima, le regalaba ronroneos a su quebrada dueña. 

Cuando su madrastra la llamó, Sofía aceptó. 

Ya conocía el menú: chismes, prejuicios, ensalada, carne y patatas. 

Esa tarde en la fundación sus pecas y su pelo rojizo habían atraído a Valentina, que la había convertido en su público cautivo. La niña era divertida, cariñosa y le mostraba todas sus peripecias. Nunca había sido voluntaria y le parecía que ese fútil acto de generosidad se le devolvía como un boomerang. Regalar una tarde le había henchido los pulmones de aire nuevo y la llenaba de orgullo. 

Esa mañana en el hospital, el mundo le había mostrado su lado más cruel en el adolorido rostro de su amigo. Trataba de animarlo. Le decía que el hecho de que estuviera bebido y volviera a su casa de noche, solo, por un mal barrio, no le daba derecho a nadie a pegarle. Rafa no era responsable de lo que le había ocurrido. Los delincuentes eran otros. Sofía había acompañado a Rafa por sus confusos estados de ánimo, de culpa, euforia, profunda tristeza, hasta llegar a su fina ironía, algo que ya le era más propio.

Durante la comida, el padre de Sofía habló primero de tenis, como era habitual, de la mansión que había comprado su amigo Hugo, eso era nuevo, y después de la actualidad. Eran muy de comentar las noticias. Habló sobre el hijo de un banquero que salió del armario a lo grande y en portadas de revistas. No sólo admitió su homosexualidad sino que dijo que tenía sida hacía años y se había tratado en Estados Unidos. Para Sofía no era novedad, era un secreto a voces. Su padre dijo que él no se sentaría nunca al lado de alguien que tuviera sida. En ese instante, ella dejó los cubiertos en el plato. Una audiencia receptiva hubiese notado ese leve gesto de contrariedad. Su padre continuó con el discurso de que ser gay era antinatura. 

Qué podía decir Sofía. Que venía del hospital porque a un amigo que salía de una discoteca gay le habían zurrado tan fuerte que había quedado tirado en el suelo inconsciente y se había despertado en una habitación blanca, aséptica, completamente desorientado. Que la llamaron a ella porque fue al primero de sus contactos que encontraron. O que el editor de su primer trabajo, con quién compartió manzanas, bebidas, chocolates, textos y madrugones, había muerto de sida, años atrás, cuando se hablaba del tema como algo ajeno a Uruguay. Pocos podían darse el lujo de pagarse un buen tratamiento y menos aún recibirlo en Estados Unidos.

Qué le iba a decir. 

Había conocido a sus abuelos, sabía de dónde venía. Es cierto que, a veces, sentía vergüenza por ese hombre que era su padre, pero también aprecio y gratitud. En ocasiones, incluso, admiración. Empezando por lo básico, debía agradecer la comida de hoy. Si no estaría compartiendo leche y atún con Rasguñón. Sofía reconocía que sus estudios, sus viajes, su amor a la literatura y al cine, se lo había brindado su familia. Todo lo cual había contribuido a que ella tuviese una mente abierta. Sabía que sus padres le habían dado lo que consideraban mejor. Su padre era de una generación y un entorno que se iniciaba en el sexo con putas y para los que tener amantes era símbolo de estatus. Debía entender, por ejemplo, que su madre se enamorara de un sueco y los dejara solos en Montevideo. Su limitado mundo uruguayo le quedaba pequeño y provinciano. Las opciones que vio su madre si se quedaba significaban aceptar la doble vida que su ambiente le ofrecía o separarse y descender de su categoría social.

Pensaba que debía renunciar a ciertas expectativas respecto a sus padres y apreciar lo recibido. Esa sociedad que detestaba era la que la había moldeado. 

Después de comer volvería al hospital. El fuerte golpe en la cabeza le había provocado a Rafa un traumatismo craneal. Ella y un ex novio de él, abogado, tenían los papeles con ordenes de no resucitar. Rafa había dejado todo por escrito.

Después de un largo silencio, Sofía dijo: “los bonobos, papá. Son un tipo de chimpancé que se relaciona sexualmente tanto con machos como con hembras. Así que tan antinatura no es”. Sacó unas risas a su padre, el tema quedó zanjado y se despidió.